El día de ahora comparto con ustedes una sección totalmente nueva en el blog que se estará publicando regularmente, y son las colaboraciones. Cada mes, espero, estar mostrando un artículo de un tema en específico, escrito por colaboradores que quieran compartir su conocimiento con ustedes.
El día de hoy comparto con ustedes un tema, que si bien no es del ámbito infantil como acostumbro a publicar, es uno con el que estamos familiarizados todos, puesto que en más de una ocasión hemos estado en esa posición. Sin describir más, dejo aquí el artículo.
¡Alerta, lectores!: de forma silenciosa y terrible, ha ocurrido un gran cambio. Mientras dormíamos, quizá mientras hacíamos el amor, o charlábamos, o jugábamos, o reíamos, o simplemente dejábamos pasar el tiempo; en fin, mientras nos ocupábamos en cualquier otra cosa que no fuera pensar que algo estaba ocurriendo, algo, en efecto, estaba ocurriendo.
Un día, el sol dejó de ser el centro de nuestro sistema solar, y ese lugar privilegiado lo tomó algo ínfimo, enigmático, poco reconocible y mucho menos palpable, algo que encontramos cada día (a veces, sorprendentemente, en nosotros mismos) pero que ni siquiera sabemos en qué consiste.
Un día, nuestras vidas comenzaron a girar alrededor del yo.
«¡Uff!», han dicho algunos tras leer la línea anterior, aliviados, como si se tratara de algo normal, de algo cotidiano, del cielo y las nubes y el aire y las ventanas abiertas cuando hace calor y las ventanas cerradas cuando hace frío. Hermanos, ¿es que no se dan cuenta del problema?
Comencemos desde el principio. Intentaré no exaltarme. Contaré hasta diez. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez.
Listo. Empecemos de nuevo.
Nadie sabe ponerle una fecha exacta al evento, pero es indiscutible que, un día, comenzamos a pensar más en nosotros mismos como en protagonistas del mundo y a negar el protagonismo de los otros. Podríamos discutir un buen rato sobre las razones: la exposición a plataformas digitales cuyas dinámicas alimentan el ego, la predominancia de una política orientada a la satisfacción del individuo y al rechazo de lo ajeno, la disminución del contacto personal con otras personas gracias a jornadas laborales extenuantes y a la propia inseguridad, etcétera.
A cada persona le parece que el yo es importante, pero es usual negar la cualidad ajena de también ser un yo. Ahora resultan utópicas las palabras de Walt Whitman en Canto a mí mismo, en el que el poeta estadounidense se regocijaba en sí mismo y en el otro, pues decía que él era parte de los demás y los demás eran parte de él. Tal vez habría que leerlo un poco más en un mundo donde todos exigimos y esperamos atención hacia nosotros y hacia nuestros asuntos, desde los triviales hasta los más relevantes (para nosotros como para el resto), pero en el que los asuntos ajenos solo significan algo en la medida en que afectan a los nuestros.
Como consecuencia, solemos tratar al otro como un individuo de segunda categoría. ¡Sí, lectores, acéptenlo! Despreciamos a nuestros semejantes, porque sus asuntos no nos parecen tan importantes y porque ellos no tienen las mismas habilidades que nosotros. ¡Elogiamos en voz alta al otro, pero en secreto lo desdeñamos!
Incluso nos parece que el desprecio es una demostración de seguridad y de sabiduría, de experiencia y de poder. Cuando identificamos una actitud de frío desdén en alguien más, solemos imaginar que posee algo que otros, incluso nosotros, no tienen. Algo de valor, seguramente, como un cartón firmado, un medio de transporte más sofisticado, un saco de huesos para intercambiar fluidos… cualquier cosa.
Porque centrarse en uno mismo es como subir a un pedestal. Cuando se quiere ver a los otros, se tiene que mirar hacia abajo. Hay quienes niegan esto (¡los conozco!), alegando que eso no es menospreciar, sino tener una buena autoestima.
¡Mentiras! La autoestima no es lo mismo que la arrogancia, que conlleva el desprecio a lo que resulta ajeno, y dado que el territorio del yo ahora es tan minúsculo, ese desprecio hace objeto a casi todo.
Entonces el hermano, el vecino, el compañero, el amante, incluso el llamado “amigo” se vuelven personas lejanas. Con ellos comemos, charlamos, reímos, hacemos el amor, pero, en el fondo, no los pensamos como parte de nosotros. Incluso los podemos categorizar, en el fondo, como enemigos. Su influencia en nuestras vidas es un atentado contra el yo, así que creamos fronteras: distancia, cercos, ausencia, portones, excusas, otra configuración de privacidad.
Resulta paradójico cómo el desprecio aumenta la distancia entre el yo y el otro, y, sin embargo, también incrementa el temor hacia la amenaza que constituye el otro. Lo consideramos inferior, pero reconocemos que puede destruirnos.
Un día, hermanos, sí, un día, el sol dejó de ser el centro de nuestro sistema solar, y ese lugar privilegiado lo tomó algo ínfimo, enigmático, poco reconocible y mucho menos palpable, algo que encontramos cada día (a veces, sorprendentemente, en nosotros mismos) pero que ni siquiera sabemos en qué consiste.
Ese día, cada individuo se encontró solo, y tuvo miedo.
Por Rolando Rodríguez